Yo pasé por la escuela antes de Cocorí. Es más, soy ocho años mayor que él. De modo que mi lectura de esta obra es, afortunadamente, tardía. Cuando al fin la leía, tenía la madurez para discernir entre la paja y el grano.
Cocorí (7ma. Reimpresión. San José: Editorial Legado, 2003) es una novela infantil, publicada por el escritor costarricense Joaquín Gutiérrez Mangel a finales de los años 40 del Siglo anterior y muy utilizada como texto escolar. Además, es posiblemente la obra costarricense más traducida. Hace unos años, dos Asociaciones afrocostarricenses, solicitaron al Presidente de la República que dicho texto no fuese de lectura obligatoria, porque a su juicio no era conveniente utilizarla en la enseñanza a una tierna edad, por algunos de sus contenidos. Aquello trajo una polémica y dividió a periodistas e intelectuales.
La novela trata de un niño caribeño que lleva el nombre de un cacique indígena. El personaje Cocorí, al inicio de la obra literaria, es feliz dentro de sus limitaciones. Su vida es una aventura magnífica (p.9). Su ambiente es selvático, un lugar hostil en el que “las ramas se alargaban como garras para atraparlo y veía sombras pavorosas por todas partes”. En la playa está al borde de la “mole tenebrosa” de la selva. Pero siempre podía sepultarse en las faldas de su madre y esconder su temor (pp.10-11). Vive pues traumatizado por el temor en su propio hábitat. Otra característica destacable es el hecho de que el pueblo de Cocorí es bastante primitivo. Miden el tiempo en “lunas” y no se trata de ninguna civilización con calendario lunar. Y describen el funcionamiento del barco como que “comen fuego y echan a correr bufando” (p.13).
Pues bien, la lectura me llamó la atención por varias cosas. Primero, que los negros de la novela dan gracias a Dios cuando vienen los blancos. De pronto me veo en un pueblo que expresa inusitada algarabía. “Sucedía algo inusitado” nos cuenta el narrador, a resultas de lo cual “gesticulaban exaltadamente frente al mar”. Incluso, “algunos lanzaban sus sombreros al aire y la algazara crecía por momentos” (Algazara es vocería de moros, según la Real Academia) “Un barco, un barco” el viento trajo los gritos. “Llegan los hombres rubios” (p.12).
¿Por qué tanta “contentera”? No he podido ver en la visita de los hombres rubios ninguna ventaja para la gente negra. Al contrario, los habitantes del pueblo les llevan varios botes cargados de “caimitos, papayas, piñas, plátanos”. ¿Por qué incluso llegan a adornar “las bordas (de sus botes) con rojas flores y desde lo alto del mástil colgaron largas guirnaldas de orquídeas”. Cocorí se coló para acercarse al gran barco con “temerosa fascinación”. No hay duda, la gente negra del pueblo da gracias a Dios cuando vienen la gente blanca porque los considera una salvada. Y me pregunté, ¿salvada de qué? Y es más, ¿de veras somos así? O a lo mejor simplemente se alegarían por la visita, independientemente de las características fenotípicas. Vamos, dejemos abierta la interrogación.
También captó mi atención el hecho de que Cocorí sea un negrito que hace preguntas, lo cual en el contexto de la novela es francamente extraordinario. Cocorì es un negrito fuera de lo común. Sin embargo, a pesar de su extraordinaria capacidad de hacer preguntas, es, por decir lo menos, de un bajo nivel intelectual: a sus siete años no sabía que las imágenes se reflejan en el agua (p.9) y además el pobrecito confunde la cabellera roja del marinero blanco con el fuego (p.14). ¡Simpático el bendito negrito!
Pues bien, si me atengo a la novela, las personas “blancas” ven a las personas “negras” de manera muy extraña. De hecho, en el encuentro entre la niña blanca que viene en el barco y el niño negro Cocorí hay un impresionante nivel de tensiones. Debajo de la aparente ternura se esconde la agresión verbal y sicológica. Cuando el niño y la niña se encuentran por primera vez ella dice “Mamá, mira un monito” (Cocorí, ediciones anteriores) o “Mamá mira que raro” (p.14) en la edición citada. Cocorí tiene hacia ella una admiración pasiva. Se abochorna y se pone color berenjena cuando la niña lo confunde con un animal.
Me miro frente al espejo y recuerdo a mi querida niña Mireya, mi maestra estrella, porque sé que ella nunca me miró de esa manera.
Pero percibo con el niño la mirada terrible, de furibunda divinidad griega en los ojos de la madre de la niña, mirada que termina acomplejando a Cocorí. Me asusto con él. Pero además él siente pena por su color y corre despavorido. Huye y se esconde. Yo me quedo desconcertado frente a la escena. La niña lo pierde de vista entre frutas y flores, y Cocorí que ha perdido su felicidad por primera vez, solo atina a asomarse de vez en cuando desde su improvisado escondite. Al final, Cocorí, como “negrito bueno”, no reacciona con enojo, resentimiento, desprecio o cualquier sentimiento de ese tipo, sino que se inventa el cuento de que la niña seguramente está enojada con él y se auto recrimina. ¿Por qué ella habría de estarlo si fue ella la que ofendió? Es decir, Cocorí se culpa a sí mismo. Trata entonces de congraciarse con ella, mediante la propiciación (aplacar la ira de la diosa) presentándole obsequios (pp.14-15). Ella recibe los regalos, “lo absuelve” con un beso y lo bendice regalándole una rosa. Esta es la primera recuperación de felicidad para Cocorí. Y un paso adelante en la humanización de la niña blanca. Y es que el racismo no es espontáneo, no es natural, no viene de los niños: lo han construido los adultos como mecanismo de exclusión y dominación.
Bueno, otra cosa que me pareció curioso y divertido es que para el pueblo de Cocorí la rosa de Europa, trae inteligencia, felicidad y salvación para todos los cocorís del mundo. El niñito de la selva que ha tenido siempre “pensamientos más negros que su piel (p32), y que ha vivido entre animales perezosos y violentos que se pasan la vida rumiando pensamientos negros y malvados (p.74) de repente se ilumina y alcanza el pensamiento abstracto y poético. En la tierra de los hombres rubios que ahora imagina, las niñas y las flores son iguales de hermosas. Ha degradado su espacio propio. Ha idealizado el espacio ajeno sin conocerlo siquiera (p.16).
Ah, pero, se me olvidada decir que la Rosa trajo luz a la comunidad negra. A algunos de sus miembros los hizo más buenos. Los hizo inteligentes. De hecho, una vez que la Rosa se implanta en el centro del jardín de la Mamá Drusila, la selva se transforma. “Vio al aire galopar alegre arrastrando mariposas (p74) y a las “magnolias jugosas” regándose por los tallos. Cocorí y sus amigos bailan de alegría. Han encontrado sentido a sus vidas. La redención está completa (pp.75-76). El implante de la Rosa es el implante de una nueva cultura, de una nueva naturaleza. Las flores carnosas, carnívoras e hipnóticas de la selva se han degradado y han cedido lugar al símbolo de lo externo. Ahora el cristal, el aroma sutil y la nube rosada de encanto estarán presentes siempre como símbolo del bien y de lo útil (la civilización de los hombres rubios) para erradicar al mal y extirpar lo inútil (pensamientos “negros” y malvados de la selva).
¡Caramba!, confieso que para mi eso fue terrible, porque yo vivía enamorado de los paisajes nuestros y francamente, aunque he tenido la suerte de disfrutar de las goces de Europa, sigo pensando que “es mil veces más bella mi tierra”.
La novela comentada también me introdujo a la filosofía profunda de Cocorí. “¿Por qué mi Rosa tuvo una vida tan corta? ¿Por qué otros tienen más años que las hojas del roble?” (p. 33). Tras acudir a muchos personajes, incluyendo a los animales de la selva, es el Negro Cantor quien le da la solución al enigma. “No ves que tu Rosa tuvo en su vida luz, generosidad, amor” y estos otros (los de la selva) “nunca los han conocido”.
Me invadió una profunda tristeza. Mi habitat, mi selva tropical, mi Caribe hermoso ha quedado también moralmente degradado frente a la rosa. Y la redención de Cocorí, viene por influjo de la rosa y el pobre recuperará su felicidad de manera definitiva, cuando el tallo de la rosa que su madre sembró se convierte en una nueva mata florecida y ya arraigadas en su jardín las “grandes rosas rojas se abrían bajo el candente sol del trópico (con) los estambres del más fino cristal y esparcían alrededor un aroma sutil, como una nube rosada de encanto”.
¡Caramba! ¡Toma negrito!. Me hubiese bastado eso. Pero mi mente inquieta se puso a analizar la selección léxica. En efecto, las palabras se usan de manera sesgada y por tanto, la narración es asimétrica. Así en toda la novela el niño negro, Cocorí, es tratado como “negrito” unas cuarenta veces y no pude encontrar ni una sola vez en que fuese tratado como niño, salvo aquella en que él mismo se declara incapaz, por niño, de comprender lo que estaba pasando (p.33). La niña blanca en cambio siempre es tratada como “niña” sin ningún calificativo. No se le dice “blanquita”.
A la hora de describir a Cocorí el narrador hace caricatura sobre su aspecto externo: tiznado, hollín que no se le quita, encías de papaya, se ruboriza como berenjena, color caimito. Un lenguaje sencillo y directo dirigido a una descripción objetiva, es decir, exterior. Lo que el narrador nos presenta son las características somáticas del personaje. (pp. 9,14). La niñita blanca, inspira otro enfoque. No es pálida, blancuzca o fantasmagórica. Por lo contrario: se resalta, en contraste, las características físicas asociadas a la poesía, “puñado de bucles” y “rubia” (p.72). Pero el narrador para completar la descripción recurre a adjetivos que le permiten poetizar aún más. Agrega otras características sujetivas tales como “sol”, “miel” “rodaja de cielo” “suave”.
A esas alturas, identificaba a la madre Drusila con la mía. Pero he aquí que me aguardaba otra sorpresa –no encontré en ella los gritos de alegría y la profunda ternura de los ojos de mi madre doña Eunice, quien sigue siendo una de las mujeres más bellas que jamás conocí. Allí confronté a una mujer negra que cuando se enoja “brama” y “zapatea” como lo hacen los ciervos y otros animales salvajes en la época del celo. Y para colmo, es madre agresora que trae a mosquetazo limpio al pobre Cocorí.
Se sorprenderán los lectores de saber que, aún con todo eso, vengo en defensa del autor. Yo creo que don Joaquín Gutiérrez Mangel, creó este pequeño libro llamado Cocorí para mostrar al mundo todo lo que no es la comunidad en la que él dice haberse criado. En realidad, nunca, en ninguna parte de la obra él menciona a Limón. Por tanto, todos los que le atribuyen a la obra el estar situado en esa provincia, (incluyendo maestros, profesores, críticos literarios, periodistas y magistrados de la Sala Cuarta) leyeron un texto imaginado y no el real. O sea que, en realidad, Cocorí no es pariente mío. Cocorí no soy yo. Mamá Drusila no se parece en nada a mi madre. Ese pequeño pueblito no tiene nada que ver con nosotros, los afrocostarricenses porque no es un pueblo afrocaribeño. Y no se parece en nada a mis nietos.
Pensemos bien. Es obvio que el autor Gutiérrez, habiéndose criado en contacto con la comunidad afrocaribeña limonense, sabía que el nivel educativo de la Provincia de Limón era en los años genesiacos el segundo más alto del país, solo superado por Heredia (Censos Nacionales de 1927). De hecho, algunos hijos de inmigrantes del Valle Central o del extranjero, del círculo social al que pertenecía don Joaquín, fueron a las escuelas tradicionales de inglés a aprender a leer y escribir, ya que durante los primeros 50 años de presencia afrocaribeña en Limón (a partir de 1872), el único sistema escolar que existía era el de los jamaicanos y el nivel de escolaridad era más alto que en la mayoría del resto del país. De modo que Gutiérrez, integrante de la corriente que los estudiosos han llamado realista, difícilmente iba a atribuirle siquiera ficcionalmente a un negrito limonense no saber a los siete años que las imágenes se reflejan en el agua (p.9) –y de hecho no lo hizo.
Tampoco iba el autor comentado a postular con “realismo” que había una comunidad afrodescendiente en la región de Limón, por lo demás costeña, que no hubiese visto a un “blanco” en 20 años. Porque don Joaquín, como buen limonense de crianza sabía que los afrocaribeños llegaron con los “blancos”, es decir, fueron traídos por norteamericanos y europeos y trabajaron en sus empresas. La situación es posible en la ficción, pero no tiene nada que ver con el Limón histórico. Así que la afirmación de los magistrados de la Sala Cuarta de que por lo remoto de la zona, perfectamente en el Limón de 1948 pudiera haber habido niños negros “que nunca habían conocido a personas de raza blanca” no resiste un análisis serio, dicho con todo el respeto que puede otorgarse a semejante desatino. Muchos de los dirigentes religiosos, pastores o sacerdotes anglicanos eran blancos, y los jefes de las empresas que vivían en la Zona Americana al igual que sus familias, eran todos blancos. Además, de ¿dónde quedaba “remoto” Limón? Hasta donde sé, no está “remoto” con relación al mar Caribe por donde venían los barcos de los “blancos”.
Por otra parte, la imagen de niño acomplejado que muestra Cocorí, no calza. Precisamente, una de las características que algunos todavía hoy reclaman a los afrolimonenses es su etnocentrismo, su orgullo que algunos con cierta frecuencia califican de “pedantería”. Es decir, que el afrolimonense –a lo mejor alguien conoce alguna que otra excepción que confirma la regla- nunca a lo largo de toda su historia se ha creído inferior a sus vecinos. Sea o no válido, tenía orgullo original de británico y además una posición ventajosa que ocupaba en la estructura económica de la región, posición que le venía de ser anglo parlante, con un nivel educativo superior al de sus vecinos mestizos. Por algo Saul Zapata y 500 trabajadores costarricenses firmaron en 1940 el ya clásico manifiesto en que pedían la expulsión de los “negros” del país por que eran monopolizadores del trabajo y de costumbres diferentes. Ponía de ejemplo “la bananera del Atlántico que fue monopolizada por los negros, desplazando al trabajador costarricense; si acaso se conseguía algún trabajo era el de simple peón; los capataces, apuntadores, brequeros, maquinistas, empleados del comisariato, todos eran negros (ef.n); (...) Negros costarricenses no hay (...) los negros nacidos en Limón, hijos de padres antillanos no son costarricenses". (Saul Zapata, en, La Prensa Libre, 10 12 40). Lo anterior implica que nunca la comunidad afrocaribeña de Limón sufrió complejo alguno que permitiera a un niñito negro asustarse de ver su “rostro obscuro como el caimito, con el pelo en pequeñas motas apretadas” como le sucede al pobre Cocorí (p.9).
Pasándome ahora a comentar la forma en que cierto sector ha querido defender a Cocorí, la verdad es que hay argumentos que realmente conmueven.
Fuente: https://www.facebook.com/quince.duncan.7/posts/1410520302599149?fref=nf
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Francisco Víctor (viernes, 24 abril 2015 01:07)
Con respecto del supuesto racismo de K. Marx. Don Quince debería editar este texto y retractarse. Marx dijo lo que dice el autor, pero en tono irónico, ridiculizando a Proudhon. Además, Marx fue un gran admirador de Lincoln (esto es básico para cualquiera mínimamente familiarizado con su pensamiento) y, parafraseando a Duncan, un enemigo a ultranza de la esclavitud. Este es el texto al que se refiere. Claramente no lo leyó completo. O leyó y no comprendió.
Carta de Marx a Annenkov:
"Pero, al llegar a este punto, nuestro buen señor Proudhon se siente acometido de graves convulsiones intelectuales. Si todas esas categorías económicas son emanaciones del corazón de Dios, si constituyen la oculta y eterna existencia de los hombres, ¿cómo puede haber ocurrido, primero, que se hayan desarrollado, y segundo, que el señor Proudhon no sea conservador? El señor Proudhon explica estas contradicciones evidentes valiéndose de todo un sistema de antagonismos.
Para esclarecer este sistema de antagonismos, tomemos un ejemplo:
La libertad y la esclavitud forman un antagonismo. No hay necesidad de referirse a los lados buenos y malos de la libertad. En cuanto a la esclavitud, huelga hablar de sus lados malos. Lo único que debe ser explicado es el lado bueno de la esclavitud. No se trata de la esclavitud indirecta, de la esclavitud del proletario; se trata de la esclavitud directa, de la esclavitud de los negros en Surinam, en el Brasil y en los Estados meridionales de Norteamérica.
La esclavitud directa es un pivote de nuestro industrialismo actual, lo mismo que las máquinas, el crédito, etc. Sin la esclavitud, no habría algodón, y sin algodón, no habría industria moderna. Es la esclavitud lo que ha dado valor a las colonias, son las colonias las que han creado el comercio mundial, y el comercio mundial es la condición necesaria de la gran industria mecanizada. Así, antes de la trata de negros, las colonias no daban al mundo antiguo más que unos pocos productos y no cambiaron visiblemente la faz de la tierra. La esclavitud es, por tanto, una categoría económica de la más alta importancia. Sin la esclavitud, Norteamérica, el país más desarrollado, se transformaría en un país patriarcal. Si se borra a Norteamérica del mapa de las naciones, tendremos la anarquía, la decadencia absoluta del comercio y de la civilización moderna. Pero hacer desaparecer la esclavitud equivaldría a borrar a Norteamérica del mapa de las naciones. La esclavitud es una categoría económica y por eso se observa en todos los pueblos desde que el mundo es mundo. Los pueblos modernos sólo han sabido encubrir la esclavitud en su propios países e importarla sin ningún disimulo al nuevo mundo. ¿Qué hará nuestro buen señor Proudhon después de estas consideraciones acerca de la esclavitud? Buscará la síntesis de la libertad y de la esclavitud, el verdadero término medio o equilibrio entre la esclavitud y la libertad."