Contra el Estado y el gobierno

José Solano Solano

20 de Marzo de 2014

Las pecaminosas palabras que titulan este artículo probablemente lo asusten. La omnisciente y todopoderosa figura del Estado y del gobierno se torna incuestionable cuando se habla de democracia. Habría, pues, que analizar bien el tratamiento de esa palabra tan manoseada por la geopolítica imperial y hegemónica. Un gobierno del pueblo, por el pueblo y para el pueblo encierra más que una visión clásica o moderna de lo que se ha considerado llamar democracia. Habría que partir entonces por la palabra pueblo.

 

El pueblo es refiere a una totalidad de individuos que se relacionan constantemente entre sí bajo líneas de convivencia delimitadas por la costumbre y la tradición, que los identifica como parte de algo similar y simultáneo (temporalmente hablando). Esto permite entrever que las sociedades se mueven más allá de complejas regulaciones preestablecidas por ciertos grupos o personas que se han apropiado de la “autoridad”.

 

Es más, sobre la idea misma de autoridad, esta no aparece en estas relaciones más que al romperse la estabilidad que enmarca la convivencia. Se puede decir entonces que el pueblo (sociedad) existe diariamente con la ausencia de autoridad alguna, tornándose más imaginaria que real. Es decir, la vivencia de la cotidianidad se establece más por las relaciones de igualdad que se suscitan de la cordialidad y del respeto que por una presencia omnímoda que regula esa conducta. Cuando ciertos elementos que componen la estabilidad social se deslindan de ese “orden” relativo, aparece la autoridad como mecanismo represivo, misma que, en mayor o menor medida, desagrada a la vista de quienes componen la colectividad. Así pues, la sociedad puede convivir plenamente sin mayores altercados (propios de las diferencias individuales) que resquebrajen la estabilidad, siempre y cuando se cumpla con un mínimum de características basadas en el respeto mutuo.

 

Ahora bien, sería ilógico pensar que estas manifestaciones de equilibrio social se desarrollan plenamente. Es obvio que, en estas mismas relaciones humanas, las personas chocan constantemente con ciertas figuras que aparecen revestidos de poderes especiales (jueces, policía, militares, docentes, padres de familia, gobernantes), que han sido legitimados consciente e inconscientemente por la colectividad mediante un proceso histórico de consolidación del Estado.

 

Por lo tanto, puede decirse que el Estado es el orden establecido por ciertos grupos como mecanismo de control, que satisface un cierto mínimum de elementos para la convivencia, así como de todos los instrumentos represivos necesarios para ahogar los síntomas de descontento. El problema radica en que el Estado no busca una estabilidad social por cuanto sirve a un reducido grupo de personas que controlan un exceso de poder por encima de muchos. Es ahí donde se muestra un desequilibrio con aquello que se llamó pueblo, el cual buscará restablecer la balanza.

 

Entonces, el Estado, por más democrático que se muestre, se termina transformando en un monstruo de mil cabezas, muchas de ellas ocultas tras otras. Así mismo, ha de entenderse que el Estado no es la quintaesencia de la organización social pues, históricamente, han existido otras formas de convivencia mucho más efectivas, e incluso, hoy, coexisten paralelamente a las relaciones que establecen los estados y los gobiernos. Basta con ver la creación de foros, comités, organizaciones vecinales en las barriadas, entre otras, cuyo objetivo final es la defensa de la comunidad.

 

Habría que preguntarse hasta qué punto el Estado está (des) legitimado, igual ocurre con los gobiernos. Quizás, la única solución sea transformar las relaciones sociales: demoler el Estado, demoler el gobierno. Todas las trincheras han de usarse: atacarlos con sus propias armas, con su institucionalidad y legalidad; organizarse desde abajo en los barrios y comunidades, crear medios de información propios, boicotear sus acciones, sus mecanismos alienantes. En suma, se trata de educar profusamente a la población por medio del pensamiento crítico, político y radical. Apropiar a la gente de realidad, aproximarla a un mundo más humano, allí donde la sociedad de consumo la ha pisoteado.

 

Sólo la acción conjunta podrá transformar las relaciones actuales en que se ejerce el poder sobre la mayoría. Sin embargo, esta praxis de cambio sólo podrá existir por medio de la urgente educación de las personas, la cual es del compromiso consigo mismos y con los otros. Una acción política coherente, avasalladora contra las fuerzas que hoy dominan los países y el mundo, que deshumanizan, que denigran, que someten en la servidumbre a los hombres y mujeres como simples objetos del mercado y del capital.

 

La libertad será real cuando el trabajo sirva a la sociedad para hacerla evolucionar hacia el apoyo mutuo, hacia el respeto del otro como ser humano, como persona que vive, ríe y sufre. La libertad, por lo tanto, no es el simple poder de expresar estas palabras, sino la posibilidad de que lleguen a esos oídos ansiosos de receptividad. La mítica venda de la afamada libertad democrática de la expresión sólo permite que, quienes ostentan la riqueza, sometan con su discurso enajenante y manipulador a quienes hoy viven en opresión, con el fin de mantenerlos en esa situación cual si fuese algo natural.

 

Habrá que acabar con el gobierno. Atacarlo en sus cimientos, destruirlo para, en su lugar, poner una sociedad nueva, libre de las ataduras de la ley alienante, de la represión que defiende los intereses del capital, de la opresión de las bestias sobre los seres humanos, del Estado asesino y averrante. Habrá que darle golpes certeros al gobierno, debilitarlo, quebrantarle la moral. La sociedad organizada está llamada a hacerlo. Y así, cuando el gobierno caiga, cuando el sistema económico y social sea destruido, nuevas formas de humanización verán la luz: solidaridad, apoyo, amor, trabajo para una sociedad mejor, libertad, dignidad, distribución de la riqueza colectiva para crecer en verdadera hermandad, donde nadie será más que alguien, todos siendo en el –y con el– mundo, nada más.

 

Los bacheos son nada funcionales. La única solución a todo esto está en una sociedad que se quite la venda de los ojos, que desmitifique las elecciones liberales burguesas, que deje de votar por sus verdugos, que deje de votar por cualquiera. Enfrentar a su enemigo es la única salida viable, aplacarlo por completo, destruir todo aquello que lo mantiene en la sumisión alienante, que le impide ser. Y sin embargo, esta utópica realidad no puede ser mientras la mayoría coma cuento, mientras siga creyendo ciegamente que un incompetente puede decidir su futuro, mientras siga legitimando su propia opresión. 

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