Cuando hicieron suyo el fuego

José Solano Solano

19 de Julio de 2014

¿Qué misterios esconde el devenir de la humanidad cuando los más profundos valores del egoísmo se han postrado en el planeta desde el desarrollo de la agricultura hasta nuestros días? Sabrá pues, el estimado lector, que esta pregunta no encierra algún estigma hacia la magna obra de nuestros campesinos y agricultores. Todo lo contrario, se valoriza el esfuerzo de tan noble faena, la cual hoy enfrenta numerosos peligros frente a los procesos totalizantes del mercado.

 

Lo que aquí se planteará radica, si acaso en una teoría basada en la más coherente meditación, si acaso en una loca historia de ficción, es el proceso de deshumanización mismo cuando se pretende proteger como propio lo que nunca ha sido. Por tanto, será usted, prudente e incisivo lector, quien interprete de la mejor forma, desde una mirada crítica, las palabras que a continuación leerá.

 

Tierra, agua, aire y fuego. Los cuatro elementos que, desde la Antigüedad, los pensadores griegos Jenófanes, Tales, Anaxímenes y Heráclito, respectivamente, establecieran como la sustancia primigenia de todas las cosas. Elementos fundamentales para la vida y para comprender el propio desarrollo de la humanidad y de su evolución –o involución–, como podrá señalarse si así lo desea quien lee estas “disparatadas” palabras. No sería sino Empédocles quien condensaría la idea de los elementos cuando dijo:

 

“Albo Jove, alma Juno, Pluto y Nestis,

Que en llanto anega los humanos ojos.

La Concordia unas veces

Los amista, y en uno los compone;

Otras, por el contrario, la Discordia

A todos los separa y enemista.” [1]

 

La presencia del ser humano sobre la faz de la Tierra desde hace unos 4,5 millones de años, ha estado marcada por cambios sustanciales en la forma de vivir. El fuego fue el primero de esos cambios. Pasar de consumir los alimentos crudos a cocidos, conllevó modificaciones biológicas fundamentales para el organismo. Controlarlo fue el dilema de los primitivos homínidos, pero alcanzado este punto, la producción del fuego permitió estrechar aún más los lazos de la comunidad, donde sentarse alrededor de la hoguera se convirtió en una práctica ordinaria.

 

Fue precisamente el fuego, aquel elemento esencial, otrora compartido en armonía e igualdad, el que pasó por la exclusividad de producirlo. No se trata, como bien podría alegarse, de las empresas que producen fósforos o encendedores, o incendios al mejor estilo de Fahrenheit 451. Más bien, se trata de la exclusividad de su uso ritual.

 

El fuego se relacionó directamente con los primitivos rituales de adoración, una vez establecido el patriarcado y la adoración al sol como máxima divinidad, masculina por cierto, “el fuego de los dioses” fue entregado a los humanos para que les rindieran culto, para que hicieran sacrificios en su honor. El control, por tanto, del fuego, fue exclusividad de una clase sacerdotal masculina que sería la encargada de aplacar la ira de los dioses por medio del terror de los creyentes, mientras le cobraban un impuesto para mantenerse como clase improductiva, protectora y mediadora de los trabajadores.

 

Se puede decir, pues, que el fuego se convirtió en un mecanismo alienante para el control social, donde una clase privilegiada sometería a la mayoría por medio de la esclavitud y el miedo. Nótese, como se dijo líneas atrás, que la adoración del sol –estrechamente relacionada con la masculinidad y el patriarcado– está enmarcada en la adquisición del elemento fuego como eje de las relaciones humanas en las civilizaciones primigenias, aquellas donde la división social del trabajo empezaba a tomar forma. El fuego-sol-dios-padre se legitimó para someter a los seres humanos, de la misma forma como se empezaba a domesticar plantas y animales, de la misma forma como se relegó a la mujer y a otros hombres al control de unos pocos privilegiados que dominaron la producción del fuego ritual, a la vez que constreñían por medio del miedo (sufrimiento eterno en las llamas) y la muerte por ese fuego (sacrificios, guerra). Una casta de privilegiados que mediarían entre el ignorante y el dios todopoderoso, para evitar su ira, siempre y cuando se cumpliera con la cuota de trabajo productivo y sumisión.

 

Pero, ¿acaso no se controlaba el fuego en los hogares?, preguntará el incrédulo lector. Por supuesto, pero el meollo de todo esto radica en su función y necesidad. Este fuego, esta hoguera, tenía una manifestación objetiva, material, concreta: la cocción de los alimentos o dar calor. No existe una idea, una intencionalidad de dominio, como sí ocurre con el “fuego espiritual”, expresión subjetiva de la materialidad. Por lo tanto, su función y necesidad está en el sometimiento de una clase sobre otra, he ahí su condición manifiesta. Con el control del fuego se pudo someter cualquier intento de sublevación al mero orden que estaba naciendo.

 

Dominado el fuego desde la condición subjetiva, el control de la objetiva (manifestación material que implicó la guerra, la sumisión y el infierno) fue mucho más sencillo. Ahora era posible dar paso a la concentración de la tierra. Como se vio, el fuego, asociado a lo religioso, dio paso a la imposición del miedo. Esto, a su vez, permitió que una clase social sometiera a otra desde lo económico. La manifestación más plausible de esto fue la tierra, llamada ahora propiedad.

 

Cuando aquel príncipe-sacerdote, de carácter teocrático, producto de su control sobre el fuego (condición inmaterial), empezó a dominar la relación de los mortales con los dioses, podía empezar a obtener privilegios inexistentes en las sociedades igualitarias, en este caso fue acumular. La acumulación de los bienes materiales fue producto de una doble condición: primero, por medio de la organización y administración del trabajo de la sociedad y segundo, por la carga impositiva. Al aparecer la figura de autoridad, encargada de organizar la producción, se convirtió, inmediatamente, en la parte improductiva de la sociedad. Esto conllevó a que empezara su manutención por medio de la población productiva a través de los impuestos: sea en valor de cambio (oro o trabajo), sea en valor de uso (suministros, recursos, alimento). Estos impuestos, este hurto inicial, forman parte de lo que se puede llamar: “el capital originario”, fundacional, de la clase dominante.

 

En conclusión, al adquirir mayor poder económico, gracias al poder del fuego que infundía temor, fue ocurriendo lo mismo con el político. Esto le permitió, por medio de su contacto y relación con los dioses que lo legitimaban, adueñarse de la tierra. La legitimación, como se vio, se hizo por la exclusividad de la tenencia y control del fuego, desde su plano espiritual. Legitimidad alcanzada por medio del miedo a los “castigos eternos”. Con la apropiación de las llamas (en su concepción mágico-religiosa), una clase privilegiada, se apropió a su vez de la tierra y del trabajo de las personas.

 

Notas

 

[1] Laercio, Diógenes. 2004. Vidas de los filósofos más ilustres. Grupo Editorial Tomo, p. 157.

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