El derecho a la protesta en el imaginario policial

José Solano Solano

4 de Diciembre de 2014

Es interesante poder debatir con miembros de los organismos represivos del Estado. En esos momentos es cuando se demuestra el carácter puramente conservador de su pensamiento ideológico. Y no solo eso, se denota claramente su principio idealista sobre el mundo, empapado de supuestos intangibles como la moralidad y la aparente racionalidad en las acciones humanas de acuerdo a un orden establecido, olvidándose por completo de esa noción intrínseca de libertad en la persona, misma a la que se aspira constantemente por los mecanismos de resistencia y de lucha que se evidencian históricamente.

 

Para empezar, debe decirse que los organismos represivos nacen al calor del Estado como forma de organización, su función social es velar por la protección de las normas básicas de convivencia según lo establecido por la ley. Su apego a esta ley es prácticamente doctrinario, inapelable y cuasidivino. Esto es así porque la norma o regla nace como instrumento de control social cuando la división de clases empieza a acentuarse entre la colectividad posterior a los asentamientos estables del Neolítico. Al distribuirse de forma desigual el producto social generado, es necesario proteger a la clase que se apropió de esa producción. En este contexto se desarrolla la ley y, en consecuencia, los organismos de represión que velarán por su cumplimiento.

 

Hasta aquí es importante hacer un hincapié en esta desigualdad socioeconómica. A diferencia de lo que piensan los aparatos represivos, los desequilibrios sociales no son producto de hechos subjetivos como la moralidad, los valores. Todo lo contrario, esos desequilibrios responden a una base material determinada por los factores económicos y las tensas relaciones sociales que se desarrollan al amparo de estos factores. Son, más bien, los valores morales los que nacen al calor de las contradicciones sociales en la estructura económica que, sin embargo, se arraigan profundamente como verdades absolutas.

 

Para explicar mejor lo anterior, se puede afirmar que un valor cualquiera, tal es el caso de la solidaridad, dependerá de la naturaleza económica que exista en un momento dado. Por ejemplo, si en una sociedad predomina la distribución equitativa de la riqueza, se arraiga con más fuerza el concepto de solidaridad y se busca su fomento. Si ocurre el caso contrario, si en esa sociedad priva la concentración del ingreso pues, el valor de ese momento será el egoísmo, aunque se vea como negativo inclusive. Esto es lo que ocurre en la sociedad costarricense: el paso de un estado benefactor que distribuía relativamente la riqueza a uno de apertura económica que ha llevado a la concentración del ingreso, ha hecho que los valores como la solidaridad se modifiquen o que se vayan perdiendo para dar paso al individualismo característico de las últimas décadas.

 

El problema radica en que esa superestructura cambia muy lento, especialmente en los organismos más conservadores, aunque en el conjunto de la sociedad se acelere esa transición por mecanismos alienantes tales como los medios de comunicación. Por tal razón, los grupos conservadores se aferran a esos valores morales que ya no tienen cabida en la sociedad porque el cambio de políticas económicas así lo han provocado. Es decir, los valores a los que se mantienen atados en su imaginario las fuerzas conservadoras como la policía no corresponden a los cambios históricos de la economía, pero, como se dijo, la cultura, la subjetividad, se mantiene poco alterada o requerirá más tiempo en desarraigarse en el pensamiento conservador.

 

Eso sí, lo que no cambia es la función política y social del aparato represivo, llámese su accionar objetivo, la razón de su existencia. Y es necesario para los que tienen el poder hegemónico mantener esa doble condición de la represión: el conservadurismo ideológico y la violencia sociopolítica. Esto se logra mediante una formación castrense de obediencia ciega a la autoridad, a la ley, al gobierno (democrático o dictatorial) y, en última instancia, al estado. ¿Y quién es todo lo anterior? Aquellos que detentan el poder, la minoría que ha subyugado históricamente a la mayoría a través del miedo a la muerte, al infierno o a la prisión.

 

Todo lo expuesto lleva a un punto central: los organismos represivos se basan en postulados idealistas sobre las acciones humanas. Por un lado, la idea innata de que el ser humano es bueno o malo por naturaleza y de una sociedad corrupta que lo maleará o corregirá en el proceso de desarrollo. Por otro lado, la obsesión por naturalizar los procesos sociales como algo dado, puesto que “el mundo es así”, es responsabilidad de la familia, la escuela y de ellos mismos, hacer todo lo necesario para evitar males mayores, sea por métodos pacíficos (educación) o por métodos violentos (castigo). Mas no existe la capacidad de analizar la realidad concreta de la persona para tratar de comprender el porqué de una situación social dada que puede llevar a la violencia en contra de la ley, de la autoridad y del orden establecido.

 

Aclarado todo lo anterior, es importante referirse a la libertad de expresión. Dentro de las leyes liberales, la libertad de expresión es un ejercicio fundamental que en el Antiguo Régimen era completamente prohibido. Incluso después de la Revolución Francesa, el mismo Napoleón reinstauró la censura por temor a unas manos igualmente incisivas como las de Marat. Puede decirse entonces que uno de los baluartes de la revolución liberal de 1789 fue, sin duda alguna, la libertad de pensamiento y expresión, claramente plasmado en los artículos 10 y 11 de la Declaración Universal de los Derechos del Hombre y del Ciudadano.

 

Sin embargo, falsamente esta misma declaración establece en su artículo 4 que la “libertad consiste en poder hacer todo lo que no dañe a los demás. Así, el ejercicio de los derechos naturales de cada hombre no tiene más límites que los que aseguran a los demás miembros de la sociedad el goce de estos mismos derechos” [1]. Sin embargo, afirma Bakunin que la persona “no realiza su libertad individual o bien su personalidad más que completándose con todos los individuos que lo rodean, y sólo gracias al trabajo y al poder colectivo de la sociedad” [2] es que logra esto, porque nadie está aislado en tanto hombres y mujeres son seres sociales. Es así como este principio idealista liberal se cae por su propio peso: nadie está solo en el mundo, cada individuo necesita de otros para su sobrevivencia y la libertad solo puede existir en tanto se manifiesta en la consciencia de la colectividad; es decir, los hombres y mujeres toman conciencia de su libertad en su relación con otros, de estar solos o aislados, no sabrían lo que conlleva este profundo significado de ser libre.

 

Comprendido entonces que no existe libertad individual si no se crea y recrea en la colectividad, puede afirmarse que es imposible mutilarse un derecho en beneficio de un derecho de otro. Estos solo se pueden reconocer en sociedad mientras se manifieste la conciencia de su existencia como tales, desde el punto de vista de otros. Siendo así, si la libertad individual se desliga de la libertad colectiva, pierde esta toda razón de ser porque: ¿ante quién va a pedir reconocimiento ese individuo si no es ante otros iguales que gozan del mismo derecho? ¿Ante los animales que no tienen conciencia de su ser en el mundo? Solo entre humanos es posible la vivencia y concienciación de los derechos.

 

Superada esta falacia de la libertad aislada del mundo, solo queda analizar el discurso oficial de los aparatos represivos. Lo primero que se desprende de este es la diferenciación que le adjudican a la libertad de tránsito y a la de expresión; sin embargo, como se verá, estas no son excluyentes sino que plantean la igualdad de las personas como sujetos de derecho. Es decir, ante dos derechos iguales solo pueden prevalecer ambos, en tanto puedan manifestarse plenamente y mientras existan las condiciones para que subsistan en un momento determinado. Debe recordarse que un principio fundamental de los Derechos Humanos es que son irrenunciables.

 

Incluso los juzgados liberales dan la razón a este principio fundamental para la vivencia de la democracia. No se puede renunciar al derecho de expresión por el de tránsito o viceversa, porque entonces se tergiversan los fundamentos de las prácticas democráticas. Desde el liberalismo, estos solo pueden ser limitados cuando existe abuso de uno o del otro, no por circunstancias arbitrarias so pretexto de respetar la ley. Sobra recordar que, dentro de los márgenes del actual derecho internacional, la constitución política de cada nación prevalece por sobre cualquier marco jurídico existente, asunto que no debe olvidar la policía.

 

Igual de absurdo es vivir un derecho sujeto a la tramitología burocrática, como alegan los aparatos represivos y conservadores del estado. “Pedir permiso” para manifestarse es ilógico y contrario a los principios de la democracia liberal y de cualquier otra que pueda existir. Si se pide permiso para ejercer un derecho, se está ante una negación explícita de la libertad, por lo tanto se convierte esa democracia en un imposible. Además, el ejercicio de un derecho responde a un determinado contexto histórico y geográfico ineludible. La persona en sí no está viviendo todos sus derechos continuamente, a cada momento, sino que están latentes para ser ejercidos, tal es el caso de la libertad de expresión. Este es uno de esos casos en los que expresar ideas públicamente responde a un tiempo y lugar, determinado por circunstancias concretas de las estructuras en las que se desenvuelve la persona: económica, social o política, o la mezcla de todas. Son, por ende, las coyunturas históricas las que movilizan a las personas. Evidentemente, los aparatos represivos, como perpetuadores del poder de una pequeña clase, son los que se mantienen pendientes de evitar que se resquebraje el orden establecido, acudiendo a la autoridad de la ley, la moral y el Estado, que no es más que la autoridad de la minoría a la que defienden.

 

En resumen, la libertad como derecho humano es intransferible e irrenunciable. No se puede limitar para beneficiar los derechos de otros, esta solo puede ser ejercida en el tanto se acepta la socialización humana, no su individuación. El concepto de individualidad (sin negar su existencia por supuesto) es la errónea idea del sistema imperante que pretende alimentar un imaginario donde la persona está aislada respecto de otras; sin embargo, esto solo responde al sistema y a su fin último que es la búsqueda del beneficio personal.

 

Del mismo modo, el devenir de los acontecimientos es lo que define la manifestación de un derecho, la libre expresión es el caso más evidente, pues depende de factores internos y externos de la persona, de su propia realidad existencial frente a las contradicciones sistémicas del Estado. Incluso, escribir esto, como clara afirmación del derecho a la expresión, depende de un momento histórico concreto, marcado por la circunstancia que motivó su publicación.

 

Expresarse no contradice otros derechos, mucho menos el libre tránsito. Como queda evidenciado en los fallos de los tribunales liberales: ambos derechos pueden coexistir en un momento dado. Es obligación de las autoridades oficiales velar por el libre ejercicio de ambos derechos, pues ninguno es excluyente del otro so pena de tergiversar el concepto de democracia liberal. Ahora bien, la ley no es sagrada, tampoco la moralidad subjetiva, el Estado mucho menos; incluso estos responden a momentos históricos concretos, bajo la posibilidad de ser destruidos y reconstruidos, pero tales posibilidades solo las define el devenir, la consciencia humana, las circunstancias y la materialidad existencial. La historia solo lo reafirma.

 

Notas

 

[1] Asamblea Nacional. 1789. Declaración Universal de los Derechos del Hombre y del Ciudadano. Instrumentos Internacionales de Derechos Humanos. UNAM. Consultado en: http://www.juridicas.unam.mx/publica/librev/rev/derhum/cont/30/pr/pr23.pdf

 

[2] Bakunin, M. 2006. Dios y el Estado. Ediciones Terramar: Argentina, p. 87.

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