El educador revolucionario

José Solano Solano

8 de Agosto de 2013

El educador revolucionario está en la calle, lo mueve la esperanza. Aprende de las personas con quien tiene contacto: los llaman estudiantes. Sin embargo, el educador revolucionario también es estudiante. Analiza las palabras, los gestos, las vicisitudes y las inquietudes de quien le escucha. Aprende constantemente de ellos, lo alimentan de esa imperiosa necesidad de luchar más.

 

Espera sembrar una semilla de disconformidad y llama a la desobediencia, a enfrentar al sistema, mientras él mismo busca tirar las barricadas de la opresión. Ve la lacrimógena y se cubre el rostro, busca tomarla y regresarla en un movimiento del brazo. Camina junto a sus estudiantes, marcha aunque los pies se cansen. No va adelante, no los guía ni dirige, pero de ser necesario se antepone entre ellos y la violencia.

 

El educador revolucionario se enfrenta al mundo con bases ideológicas fuertes, estas son el amor, la solidaridad, la justicia, la lucha por un mundo mejor. Confronta la desigualdad con palabras y con hechos: sale a la calle, espera el momento, lanza la consigna o incluso la piedra. Resiste el miedo que lo aborda en medio de la represión, sus armas son los sueños.

 

Miedo a la muerte: constante. Ansía ver el cambio, aunque los grandes cambios han costado la sangre de los revolucionarios.

 

El educador consciente, crítico, antisistema, se apropia de las herramientas del Estado, de sus intentos de manipulación curricular, de sus imposiciones doctrinarias, de su oficialismo embrutecedor, y las vuelve contra ese monstruo para socavarlo desde adentro. Pero sabe bien que el sistema lo abruma de tareas, de papeles burocráticos, con el fin de limitar su libertad. La sublevación irrita y atemoriza al Estado y a su gobierno, por eso lo amenaza con despido, suspensión o demandas judiciales si se atreve a hablar de solidaridad, de entrega, de un señor llamado Jesús y un fulano al que le decían Che, de amor, de socialismo, de que un barbudo no es el que se come a los chiquitos sino que es un avión artillado y no tripulado el que los ejecuta de camino a la escuela o de que un payaso pervertido los engorda para devorarlos en colesterol y diabetes.

 

Ese educador consciente no puede hablar de la ley y su injusticia, de acabar con el Estado, de lo aberrante de la autoridad y su autoritarismo. No puede enseñarles la única cosa que podría enseñarles, lo único para lo que realmente es valioso y significativo ser educador: que esos niños, jóvenes y adultos digan su palabra. Ese maestro no lo aprendió en su Alma Máter, sino que lo encontró en su propia autoformación, de su constante lectura. Aquel Maestro enseñó a ese otro maestro que existe la opresión de unos contra muchos.

 

El educador solo es revolucionario cuando se atreve a ir contracorriente. Cuando llama a la sublevación, a la rebelión contra el poder, la autoridad o la ley. Cuando da esperanzas y posibilidades de transformación de su realidad existencial. Siente el miedo de la expiación, de la pared que habla, del que acecha sin ser visto mientras plantea los métodos y los fines revolucionarios, espera que esas personas con las que comparte, se atrevan a ser más, que quieran ser libres. Sabe que si por hablar del cambio, las consecuencias sobre su persona no tendrían efecto alguno, pues no le importaría sufrirlas.

 

La consigna del educador es la destrucción de las cadenas que mantienen en la ignorancia y la inoperancia a esta sociedad que clama en silencio.

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