Estados Unidos y la vigencia del imperialismo en la sociedad de hoy

José Solano Solano

22 de Febrero de 2014

El imperialismo se ha considerado un concepto “pasado de moda”. Sin embargo, la realidad permite entrever que su vigencia sigue tan latente como desde el instante en que se considerara su utilización semántica en algún momento de la historia. Por lo tanto, entender el imperialismo como la forma de dominio político, económico, militar, territorial y sociocultural de un Estado, reino, nación o, incluso, grupo, sobre otros, permite determinar las formas en que se han desarrollado los grupos humanos históricamente hasta el día de hoy. Para profundizar un poco más, ha de comprenderse que los grupos que pueden entrar en una categoría imperial es porque su objetivo se torna global o totalizante. Así, la burguesía local no es imperialista por cuanto sirve a la burguesía mundial, la cual sí plantea el control absoluto de los recursos y las personas en el planeta.

 

El imperio, por tanto, concibe el control de las formas de producir por medios violentos directos o indirectos. Se trata del dominio de los recursos que mantienen las relaciones de producción que, a su vez, dividen a la sociedad en dos grupos definidos: opresores y oprimidos. No hay puntos medios en esta relación, aunque pareciera, en la forma, que así ocurre. El imperialismo, por lo tanto, se nutre de la necesidad de expansión del mercado al cual sirve, así como al modo de producción que lo ve nacer.

 

Los imperios teocráticos de la Antigüedad basaban su desarrollo en la agricultura. La necesidad de expandir las zonas de cultivo y el control de ciertos recursos los llevó a la aventura militar de conquista y colonización de las zonas bajo su influencia. En la modernidad, tras el desarrollo y consolidación de las monarquías absolutistas y el liberalismo económico, la búsqueda de mercados de mano de obra, materias primas y exportación, conllevó a un dominio de vastas zonas del planeta, tal fue el caso de los imperios español y portugués (siglo XVII y XVIII), y el inglés o francés (siglo XIX y XX). En el caso español y portugués, el interés de conquista y colonización se explica por el carácter mercantilista de producir, basado en la máxima extracción de oro y plata de los territorios dominados, los cuales acabaron por convertirse en estados rentistas de las nuevas potencias imperiales que veían el amanecer, principalmente Inglaterra. En este último caso, su expansión se debió al aparato industrial que estaba creciendo.

 

El nacimiento de los imperios coloniales llevó a una competencia por el control del mundo, los cuales terminarían enfrentándose en la Primera Guerra Mundial, se trata pues de un combate entre viejos y nacientes imperios europeos sin ningún carácter redentor cuanto sí económico. Bajo las condiciones descritas, pueden extraerse algunas características básicas del imperialismo como tal: expansionismo territorial para la obtención de materias primas, sobreexplotación de los territorios y de la mano de obra que allí se encuentra, y un mercado donde poner los bienes de consumo. Esto se repite, en general, desde las culturas de regadío, con la diferencia de que la expansión se daba para obtener tierras de cultivo y conseguir esclavos. Algo que también caracteriza a los imperios es la necesidad de legitimación, por ello el peso ideológico es de vital importancia a la hora de buscar consolidarse en los territorios dominados. Ejemplo de ello es la imposición cultural que pretende aplastar la autóctona. Someter por medio de la religión, la lengua, la cosmovisión, las costumbres, los valores. Se trata de imponer la ética del imperio que no es otra más que la opresión.

 

Bajo este mismo desarrollo es que aparece en la escena de la geopolítica mundial los Estados Unidos, el cual se mueve entre las viejas formas de dominación y las nuevas. Muy someramente, la historia de este país transcurre desde la vida post-independiente hasta la actualidad en una constante que marca la similitud con los imperios de regadío, pero con elementos de los coloniales de finales de siglo XIX, aunque rescatando algunas excepciones fundamentales.

 

En un primer momento, Estados Unidos necesitó territorio, es así como inició su expansión hacia el oeste, ya sea comprando territorios, ya sea ganándolos en combate. Los enfrentamientos más decisivos serán contra México, al cual le desgarrará la mayor parte de sus tierras. Con salida por ambos océanos, y ya desde muy temprano, se planteó la imposición ideológica que legitimaría –hasta el día de hoy– la usurpación de otros territorios soberanos. Es así como la Doctrina Monroe y el Destino Manifiesto se convierten en las piedras angulares de las posteriores invasiones y la concreción de su espacio vital: América Latina. En este contexto se desarrolla el filibusterismo, que asolaría principalmente a Centroamérica y el Caribe.

 

Con poco éxito y sometida a sus problemas políticos internos desde mediados de la década de 1850, los Estados Unidos buscaron primero su propia unificación en la Guerra de Secesión. Calmada la tormenta y con un aceleradísimo desarrollo industrial, se da un nuevo auge de intervenciones en Latinoamérica en contra de los rezagos españoles en el Caribe: Cuba y Puerto Rico, así como las nunca acabadas intenciones sobre Nicaragua. La guerra contra España marcaría un precedente para las potencias europeas: una nueva fuerza con claras intenciones buscaba el reconocimiento de los viejos imperios. La Primera Guerra Mundial se convertiría en el laboratorio exitoso que posicionaría a los Estados Unidos como la nueva cabeza del orbe.

 

Entonces, ¿se diferencia, hasta el día de hoy, Estados Unidos de los viejos imperios? Para nada. Las características que predominaron hasta el fin de la Guerra Fría básicamente fueron las mismas: control de mercados, desarrollo de un potencial militar sin precedentes, sobreexplotación de mano de obra en los territorios dominados, sometimiento ideológico de la cultura dominante bajo los valores consumistas de la sociedad norteamericana, extracción de materias primas para su industria.

 

Las formas de dominio de Estados Unidos hoy pueden verse desde las militares-territoriales (Irak, Afganistán), económicas de dependencia (países pequeños como Costa Rica), injerencias políticas directas (Honduras) o intentos de desestabilización (Venezuela o Ecuador), o bien la legitimación sociocultural bajo los nuevos patrones de consumo y cosmovisión (globalización) o sus inacabadas tesis de “seguridad nacional” que durante la Guerra Fría vieron al comunismo como un enemigo y con la caída del Muro de Berlín vio la necesidad de configurar un nuevo mito fundacional: el terrorismo. Ambos peligros sólo existentes en las cabezas fundamentalistas de sus creadores.

 

Estados Unidos, más que una potencia económica, es una militar. Su necesidad de imponerse hegemónicamente, sobre todo después de la Guerra Fría, se ha hecho por medios belicistas. Los desequilibrios en su mercado lo han hecho amortiguarse en su “complejo militar industrial”. La inestabilidad económica se debe a las contradicciones mismas del sistema creado por ellos: la liberalización del comercio, en sí la globalización, se tambalea frente a las necesidades de protección de un débil mercado interior ante la avasalladora entrada de productos manufacturados y agrícolas de diferentes partes del orbe. Por esta razón, su única salida ha sido invadir, someter por la fuerza, imponer sus condiciones so pena ganar su enemistad, saquear los recursos.

 

El Destino Manifiesto (al igual que “la misión evangelizadora” o “la carga del hombre blanco” en su momento) se ha convertido en la carta legitimadora de sus intervenciones en el mundo para luchar contra los “enemigos de la democracia”, el comunismo o el terrorismo. De ahí nace incluso su carácter semiteocrático, pero sobre todo, su imperialismo. El peso cultural hoy tiene una mayor envergadura en sus estrategias de control frente a las desprestigiadas militares. Establecer los valores de la sociedad de consumo, imponer su moneda y su lengua como única válida para las transacciones, el comercio y el trabajo tienen un efecto más duradero y más servil. Los mismos estados, con sus universidades incluidas, se apuntan al juego del sistema capitalista, que en su visión más salvaje, acude al imperialismo aquí analizado.

 

En resumen, Estados Unidos se ha valido de las estrategias de dominación construidas históricamente para crear un estilo propio, pero a fin de cuentas imperial. Es la necesidad de su burguesía, de sus industrias, de sus bancos, de su agricultura, de sus actividades extractivas ante su propia limitación. Expandirse, buscar recursos, saquearlos, imponerse por la fuerza o por gobiernos títere, es su naturaleza. Hoy, su intervención militar es más desagradable a los ojos de la opinión pública, por más manipulación de los medios que haga. Por ello somete bajo nuevas formas: transnacionalización de la economía, flexibilización de las leyes nacionales, tratados comerciales, injerencia electoral, institucionalización del sistema-mundo (ONU, OEA, FMI, BM), creación de dependencia económica de los países pobres. Ante una economía débil, un poderío militar sin precedentes con el fin de imponer miedo, es la medicina.

 

Estados Unidos es un imperio que está en el cénit de su desarrollo. Que se tambalea entre las contradicciones del sistema que ha creado. Su caída, pareciera, no vendrá de parte de otros países, sino más bien desde adentro, caracterizada por esa debilidad económica, de constante crisis, de una exigencia proteccionista de sus pequeños y medianos productores frente a las importaciones masivas, de la población en general ante la alcahuetería para con las poderosas corporaciones. Las demandas que poco a poco están naciendo en Estados Unidos por la insostenibilidad del sistema capitalista lo llevarán a su derrumbe, pero sólo el tiempo dirá la forma y el nuevo contenido que nacerá de su decadencia.

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