La frustración de ser educador

José Solano Solano

21 de Setiembre de 2014

Este es un tema recurrente entre el gremio de educadores, desde aquellos comprometidos con la causa de la emancipación y la transformación social, hasta aquellos a los que las circunstancias no les permitió acceder a la carrera soñada. ¿Es que acaso la educación no permite crear una sociedad mejor? La experiencia pareciera reconocer que no es así. ¿Qué ocurre entonces? ¿Será que los estructuralistas tenían razón sobre la función reproductora de la escuela? No tan cierto aunque es un elemento importante de analizar. Un breve recorrido por los sentimientos que abruman a un porcentaje creciente de educadores podría llevarnos a develar lo que se esconde en la frustración de muchos profesionales hoy en día.

 

La escuela es un espacio de contradicciones. Es, por un lado, un perpetuador de los valores de la moralidad capitalista, pero también un foco de resistencia desarticulada por los actores sociales de la educación. Ambas realidades se manifiestan cotidianamente en todos los rituales del proceso de enseñanza y aprendizaje de la moral sistémica del Estado. La resistencia manifiesta explícita e implícitamente es la que permite entender un poco más sobre la frustración de los educadores inmersos en el statu quo.

 

La desarticulación e incomprensión de las realidades que se gestan en la escuela como espacio de resistencia, son las que desmotivan en gran medida a los educadores. El peso del Estado en todas sus manifestaciones inhibe su posible capacidad de transformación y vivencia de la libertad, elementos por demás necesarios para compartir una verdadera educación. Y es que es fundamental para el Estado capitalista socavar cualquier posible foco de resistencia que se escapa de “sus manos”. Analícese el caso costarricense.

 

Los educadores deben luchar constantemente por algunas reformas que pueda dar el sistema: menos cantidad de estudiantes por grupo que, aunque reglamentado se encuentra, el promedio ronda más de treinta personas (en el mejor de los casos); también menos trámite burocrático dentro y fuera de la institución (llámese trabajo administrativo o largas filas para entregar un papel en alguna de las oficinas ministeriales); súmese la gran cantidad de trabajo que debe llevarse al hogar (algo que rara vez se notará en algún otro profesional) sin pago extra.

 

Pero más allá de esto, al menos lo que se escucha entre los educadores comprometidos con los procesos de cambio, es que, precisamente, no hay cambio. Esto hay que verlo también proporcionalmente, ¿Cuántos educadores están realmente comprometidos con las transformaciones del sistema? Esto puede analizarse a la luz de lo que se ha convertido la carrera de educación.

 

Por un lado, la proliferación universitaria privada tiene saturada la carrera de docencia. Esto porque es relativamente barato desarrollarla, basta un pizarrón, un salón con pupitres y listo. La lista de maestros y maestras es bastante elevada, lo que permite mantener un standard salarial medianamente bajo respecto a otros profesionales. Así mismo, ante tanta oferta de servicios, más los descontroles de selección del Ministerio de Educación Pública, hacen que todavía se demerite más la profesión. Bajo este panorama es que llegan personas comprometidas o “porque no les quedó de otra” a las aulas. Educación es una carrera envuelta en cartones: mientras más se destruyen árboles para hacer títulos, más posibilidades tiene esa persona de entrar en las filas del “ejército de maestros costarricenses”.

 

¿Interesa realmente la transformación para muchos de esos educadores? Absolutamente no mientras tengan comida que llevarse a la boca o plata para gastarla en el mall el fin de semana. Pero además, empapado por la idea de consumismo agobiante, ese maestro se da cuenta que no tiene suficiente dinero para llevarse la vida de un médico o un ingeniero por ejemplo, conformándose así con un mínimo de sobrevivencia, especialmente si tiene familia, o con un mínimo que puede ensancharse para algún gusto, aunque no tan burgués como quisiera.

 

Algún educador con sentido esperanzador, generalmente recién salidos del fraude que a veces es la Universidad (pública o privada), piensa que él solito, desde su salón de clases, va a cambiar el mundo y que si todos los maestros del mundo tuvieran la misma idea de cambiar las cosas, entonces el futuro sería distinto. ¡En verdad que estas palabras llenan de esperanza! ¿Pero es cierto? ¿Cuál es el cambio? ¿Lo tendrán realmente claro esos educadores? Estas preguntas se plantean porque muchas veces ese famoso “cambio” se relaciona con la movilidad social y se reduce exclusivamente a eso. ¿Entonces para qué agobia el docente a sus estudiantes con exámenes inservibles o evaluaciones caducas que sólo forman para perpetuar el estado de cosas? ¿Para qué sigue evaluando por objetivos o exige disciplina militar en su clase? Más fácil sería ir pasando a esa persona, que lleve un mínimum de conocimientos básicos para la sobrevivencia en la jungla y ¡Voilà!

 

Pero no. El educador sigue atado a las prerrogativas del sistema, mismas que son imperecederas. Una transformación real de los educadores solo se consigue desmembrando cada parte del sistema que lo envuelve y lo frustra. El educador verdaderamente comprometido, el revolucionario, empieza a darse cuenta que está solo, que aunque existen dos o tres que piensan como él, que hacen un esfuerzo por generar un cambio real, lo cierto es que el monstruo es gigantesco. Que todo lo avanzado en cuarenta minutos se pierde frente a horas de televisión, internet y el mundo. ¡Pero con uno que se salve se habrá hecho mucho! –dicen estos ilusos de la educación. Este grotesco pensamiento se escucha en los salones de profesores y en los pasillos universitarios. Es tan perverso como afirmar: ¡Gracias a Dios tenemos comida en la mesa!

 

Para el “educador burbuja”, salvar a un estudiante es la acción caritativa de un año de trabajo o, en el peor de los casos, de cinco. Los doscientos estudiantes que tiene de más son el sacrificio para la salvación de unos pocos. ¿Será entonces que aquello de “muchos son los llamados y pocos los escogidos” se dijo pensando en la educación? ¿Se debe condenar a tantos ya condenados para salvar a algunos cuantos con el fin de conformar una élite de ungidos?

 

El educador propiamente revolucionario, que además se autoeduca constantemente por medio de la lectura y el análisis de su realidad, reconoce que “la salvación” de la humanidad no está en intentos aislados de “cambiar las cosas”. Reconoce además, que su acción no se reduce solo a la escuela, que su ámbito de acción es total.

 

Pero aquel “educador burbuja” es además un “educador mercenario”. Así como se lee. Es un “asesino asueldo” del sistema. Su misión, desde que entra a la universidad y es contratado luego por el sector público o privado, consiste en mutilar, purgar, depurar, controlar, domesticar, civilizar, amoldar, adaptar, adecuar, visibilizar, invisibilizar, corregir, normalizar, reprimir, deprimir, oprimir, perpetuar, prejuiciar, enjuiciar, limpiar, perdonar, condenar, aburrir, torturar, en suma: asesinar. Y no crea el lector que quien escribe está vacunado contra todo esto. El sistema ha hecho de quien “educa” o “forma”, un ente adaptado a los requerimientos básicos de la sociedad capitalista. Todos, educadores y educandos, comprometidos o no, están imbuidos en el sistema y todos, de alguna u otra forma, resisten mientras esperan el momento de la rebelión definitiva.

 

La frustración radica, pues, en ver que realmente la educación no genera cambios reales, tan solo lanza a los niños, jóvenes y adultos al mundo de la ley de la oferta y la demanda. Así las cosas, si por uno que se salvara el mundo sería distinto, ¿no habría ocurrido este cambio hace mucho? Si por la acción aislada de un docente en su clase, enseñando a ser críticos (mas no activos), la sociedad cambia, ¿por qué no parecen mejorar las cosas? ¿No sería mejor salir de esa burbuja de farsas y empezar a asumir verdaderas responsabilidades?

 

El educador verdaderamente comprometido no puede aislarse en su salón de clases, debe salir a la calle a combatir. No puede creer ilusamente que aplicando una prueba objetiva está enseñando algo realmente significativo para la vida. ¿Acaso el estudiante se acuerda de la ecuación matemática cuando su patrono lo mantiene en una condición de explotación? ¿Acaso recuerda la fecha de muerte de Napoleón cuando tiene hambre? ¿Y tiene una importancia real esto? ¿Para qué ser la piedra en el camino de la sobrevivencia de muchos seres humanos?

 

Lo mínimo que puede hacer un educador en este sistema injusto es eso: enseñar a sobrevivir. Y aquí sí ha de usarse con toda propiedad la palabra enseñanza, pues es lo único que puede hacerse mientras la consciencia de la gente vaya creciendo junto con la acción política. Se enseña a sobrevivir cuando se le informa que tiene derechos, que saque el bachillerato para que, al menos, pueda comer algo mejor o si acaso tres veces al día. Enseñarle a defenderse y actuar con prudencia y dignidad aunque busquen arrebatársela constantemente. Pero al mismo tiempo, se debe enseñar que los derechos se conquistan y se defienden, que la libertad es el máximo bien que puede alcanzarse, que el respeto se logra con el respeto hacia el otro, en su diferencia. De ahí en adelante, el educador no puede tener la arrogancia de afirmar que enseña algo, pues todo lo contrario: aprende.

 

Ni un examen, ni un objetivo, ni mucho menos una clase magistral enseña algo, tan solo atiborran. El educador poco a poco se percata de esto, poco a poco se va dando cuenta que todo aquel idilio de estudiante universitario choca violentamente contra el muro, se da cuenta que nada de lo que hace revoluciona realmente, que solo uno que otro estudiante comprendió algún mensaje y ese estudiante tendrá dos trágicos caminos: sumarse a la lucha de muchos otros resistentes del sistema con el peligro constante a su integridad humana o darse cuenta que nada de lo que hace cambia las cosas, tan solo las amortigua, porque el resto de la humanidad sigue dormitando, embrutecida, mientras la injusticia cabalga a todo galope. Aun así, es una mente y unas manos más que combate en este devenir nihilista.

 

La perplejidad y la frustración se suman cuando el docente, en su miseria de consumo, se percata que todo su trabajo, material y educativamente hablando, se va por la borda. Las deudas lo abruman, la insatisfacción personal lo agobia, el pesimismo hacia su persona y hacia su acción política educativa se consumen en un salón de clases. Sabe que la educación es solo un instrumento, por eso ha de luchar en la calle y sumarse a cualquier proceso de transformación sistémica que nazca en el seno de la opresión. He ahí, al menos para el revolucionario comprometido, lo que mantiene viva la llama de la esperanza, porque si fuera por las satisfacciones materiales y espirituales que le podrían generar, hace ya mucho que se dedicaría a otra cosa.

 

Es por lo anterior que todo cimiento de este sistema debe ser destruido y acompañado por un proceso de renovación educativa. Porque la frustración irá creciendo cada día que pase, como una sombra que busca oscurecerlo todo. La educación deberá escapar de las garras del Estado y de particulares, deberá ser un proceso exclusivamente colectivo no institucionalizado. La frustración nace de la gran mentira, de la gran ilusión, del gran idealismo en el cual han sumido a la humanidad, alejándola de toda su materialidad, de su existencia real y tangible misma.

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