La responsabilidad de ser libre

José Solano Solano

10 de Enero de 2014

Tras los sucesos ocurridos en París con los caricaturistas de la revista Charlie Hebdo y ante la sucesión de reacciones provocadas por las razones de las trágicas y reprochables muertes, pareciera menester hablar de un tema siempre confuso, siempre diluido, pero tan preciado por todos como lo es la libertad. Esa etérea hechicera se caracteriza por contener dos formas irreconciliables: a veces es un espejismo con el que danza la vida, a veces la utopía que mece los pensamientos de quienes quieren poseerla. Pero, como podrá notarse, es imposible vivirla tangible, real, pues no existe en tanto sociedad marcada por prejuicios y temores. Así es la libertad.

 

Esa amante se convierte en un espejismo cuando muchos creen poseerla, vivirla a plenitud, pero realmente se hallan atados a condiciones de existencia cercanas a la esclavitud, a la sumisión casi absoluta. Y se convierte en utopía cuando, como quien escribe, anhela presurosamente su llegada, pero jamás lo hace. Quizás esta retórica sea solo eso, pero pretende ser un estupefaciente para atrapar por un breve instante la atención.

 

La libertad de expresión, como manifestación de la libertad, se plantea como ese espejismo señalado. El ser humano, después de la Revolución Francesa, creyó haber alcanzado la quintaesencia de la democracia y la libertad. La experiencia, como siempre, demuestra lo contrario.

 

Permítase, pues, hacer un breve hincapié sobre este asunto para volver luego sobre el derecho al berreo, a decir lo que la persona quiere, a expresarse según sus pensamientos. Pues bien, a de afirmarse que todo derecho conlleva una responsabilidad, pero no esa que obliga a limitar el derecho propio en beneficio del de otro. Eso sería, todo lo contrario, una irresponsabilidad para quien se plantea vivir libre.

 

La responsabilidad de la libertad radica en poder defenderla, que es igual a defender la de otros. Solo la igualdad puede traer libertad, no ante la ley, sino como seres humanos. Mientras unos se impongan sobre otros, mientras la desigualdad subsista como “derecho natural”, no podrá hablarse de libertad, pues esta se vive y disfruta ante iguales. Si alguien impone su voluntad, necesariamente coarta la posibilidad de otros para ejercer la suya propia. La libertad implica una profesión de amor inconmensurable, pues reconoce en otros su autonomía para pensar, decir y actuar según sus discernimientos igualmente responsables. Sin embargo, la sociedad teme la libertad porque no sabe cómo defenderla, no sabe cómo vivirla y cómo apropiarse de ella, pues está bajo sumisión y esto le da confort.

 

Las transformaciones socioeconómicas de los últimos quinientos años han conllevado a una mayor independencia, pero esto ha hecho que la persona no sepa asimilarla, la ha aislado de su unión con el mundo y la ha hecho refugiarse en fantasías creadas por un sistema esclavista como el actual. Ser libre ha implicado una mayor soledad (entendida como individuación, como desarraigo respecto a su entorno, lo que explica su depredación) y ha obligado a la persona a someterse a otros (fuerzas superiores como dios, estado, patrón, ley) para sentir alivio ante la incertidumbre de vivir. Solo el apoyo mutuo, entre iguales, puede salvarlo de esta pesadilla y esto solo será posible en la medida en que la desigualdad deje de ser una “cuestión natural” para que pase, ahora la igualdad, a ser una condición humana. El amor, por ende, es libertad y solo pueden existir ambas en condiciones donde todos sean iguales. El idilio enfermizo y romántico contado por décadas sobre estos conceptos es pura baba y falsedad para el control.

 

Ahora sí, volviendo a la libertad de expresión como tal, es importante señalar que decir lo que se piensa implica, como se dijo, responsabilidad. Esta se entiende como la capacidad de defender con fundamento lo que se dice; es, por tanto, coherencia entre el pensar y el hablar. Toda acción conlleva una reacción entre quien emite y recibe. La consecuencia de la información expresada se puede manifestar de dos formas: con argumento o con violencia. Esto dependerá de quien recibe y busque defenderse. El receptor debería tener la facultad para argumentar sus ideas, si no es así, atacará irrespetuosa e inmisericordemente al emisor ante su falta de fundamentación teórica al respecto. Por ello, es responsable quien puede defender sus ideas con argumentos, con verdades contundentes, reconociendo que estas son relativas en tanto el conocimiento es dinámico, cambiante. La libertad responsable es aceptar la existencia de otros puntos de vista ante los cuales, en algún momento, habrá que enfrentar con el respeto hacia la diferencia particular. Esto no solo humaniza, sino que iguala a dos seres libres, es un acto de amor.

 

Lo vivido en Francia, que ha desatado tanta polémica, es simplemente el eterno dilema de la libertad, en este caso el de expresar los pensamientos. A veces se olvida que las ideas son eso, ideas y por tanto, que las personas son personas. Parece un juego de palabras sin sentido pero tiene un principio lógico. La idea es un intangible, es algo que está, de manera individual o colectiva, como presencia abstracta, reflejo de una verdad relativa que puede ser contestable, criticada. Puede perdurar mucho tiempo incólume hasta que alguien la cuestiona y crea una nueva idea o solo la modifica (o se automodifica como mecanismo de sobrevivencia). Es dinámica, es cambiante. El conocimiento de hoy es producto de este juego y lo seguirá siendo.

 

Evidentemente, en muchos casos, esto ha traído nefastas consecuencias: ¿cuántos Galileos o Giordanos han pasado por el terror a causa de sus postulados? ¿Cuántos jóvenes han muerto o desaparecido en tantos Méxicos del mundo por creer que otra sociedad es posible? ¿Cuántos han perecido combatiendo dictaduras arraigadas en ideas conservadoras y autoritarias? ¿Cuántos lápices han dejado de escribir o de dibujar a causa de expresar una idea? Solo hay una certeza: más de doce. La persona sí existe, es palpable, concreta, por tanto violentable. El extremismo, al no poder atacar la idea, ataca a la persona.

 

Por lo tanto, se ataca la idea, la creencia, no a quien cree. Solo la argumentación válida, crítica, fuerte, fundamentada, puede salir airosa; la enclenque está caída en desgracia. La persona responsable reconoce su derrota y busca fortalecer su idea. Puede que en el intento cambie su postura, puede que vea sus vicios, sus errores y la enmiende o la deseche. La libertad de expresión es así de frágil: se puede hablar incluso contra la persona, ¿pero se tienen los argumentos para hacerlo?

 

El problema de la sociedad moderna es que, al vivir desarraigada de los demás, de su entorno, tiende a aferrarse a elementos considerados superiores: el estado, la ley, Dios, la ciencia, las ideas. Son simples válvulas de escape para evitar asumir la responsabilidad de ser libre. Por tanto, la persona se convierte en algo más que un “simbionte” con esa entidad superior: busca ser un solo ente, un solo organismo para superar su temor a la libertad. Pero no puede, es aplacado por ese superior y por tanto, le teme. ¿Acaso no es así la persona? Temor de Dios, temor a la ley. He ahí la simiente de la doble moral humana, parida de la contradicción que inhibe y aplasta al ser. Quien se desapega de la idea, logra dinamizarla, quien se aferra a ella, la petrifica.

 

Por estas razones, cuando se ataca la creencia de alguien, la persona lo asume como irrespeto hacia quien cree. Pero esto solo podría ocurrir si el ataque es directamente al ser que cree algo. El respeto no es hacia las creencias en sí, sino hacia las personas que creen. En el tanto se violente la integridad física o psicológica de la persona, entonces hay un irrespeto, se viola su derecho, se rompe la igualdad, por ende se rompe la libertad de uno por imposiciones de otro. ¿Es válido criticar la fe? Totalmente, de no haber ocurrido esto se viviría en un oscurantismo terrorífico, en una inquisición permanente. El grado como se haga esta crítica dependerá, nuevamente, de la responsabilidad asumida por quien ejerce el derecho a expresarse, esto es: la capacidad de defender lo expresado.

 

En suma, lo ocurrido en Francia es un signo de debilidad de la creencia. Pero esto ocurre en todo lado: a nivel político, religioso, económico, cultural. ¿Desde cuándo ¡un dios! necesita de un séquito de simples mortales para que lo defiendan? ¿No es absurdo frente a un “todopoderoso”? ¿O será acaso que ese es un dios débil y pelele que, entonces, haría ilógica su existencia? Nada, ni siquiera una divinidad celosa y terrorífica, puede justificar la muerte de un ser humano, de un igual. De un dios podría entenderse pues no es igual, es un dios, disfrutaría del sufrimiento y la venganza contra su creación o bien la amaría con amor paternal (o maternal). Pero esto ya forma parte de las creencias, discutibles como ha tratado de demostrarse.

 

La discusión ha girado en torno a si los caricaturistas, quienes se expresaban libremente, se buscaron lo que les ocurrió por su “irrespeto” a las “creencias de otros”. La respuesta es sí y no. Sí, en tanto vivieron responsablemente su libertad de decir lo que quisieron como lo quisieron y eso, conllevó su muerte. Fueron coherentes en sus posturas ideológicas, las defendieron hasta el final y eso es admirable. Vivir con miedo a decir lo que se piensa es hacerle el juego al sistema terrorista actual. Libertad de expresión no es repetir lo que dicen los medios u otros entes superiores; es decir su propia palabra y eso, tiene implicaciones, muchas veces nefastas, tal es el caso en cuestión (cosa que en ninguna circunstancia debería ocurrir). Crítica y autocrítica son ingredientes fundamentales en la búsqueda constante de la libertad.

 

Y por último, no. Nada justifica lo que ocurrió. Ninguna creencia justifica la muerte de un ser humano. Así como nada justificará la persecución y la discriminación de los musulmanes por el simple hecho de practicar esa fe en Francia. Eso es fanatismo, tanto de los dementes armados, como de las prácticas cotidianas de segregación.

 

Ser libre implica una gran responsabilidad: reconocer a los otros como iguales, por tanto tener la capacidad de distinguir a la persona con respecto a sus creencias. Las segundas son cuestionables en todo el sentido de la palabra, la primera es otro ser que merece respeto en su integridad. Por ello, si ha de entablarse una crítica, ha de saberse que esto implicará una ofensiva contundentemente argumentada, de lo contrario, lo más responsable, es guardar silencio, evitar los ataques personales y dedicarse a aprender.

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